Una coreografía más allá del tiempo

Dos en la carretera (Two for the Road, Stanley Donen, 1967)

two road

por Jaime Natche

Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro: el presente es la forma de toda vida, es una posesión que ningún mal puede arrebatarle.

(Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación)

En su «Nueva refutación del tiempo» (cuya última parte incluye la cita de arriba), Jorge Luis Borges se propone rechazar la idea de tiempo como una línea unidireccional donde tienen lugar las personas y los hechos, tal y como ha sido asumida por la mentalidad occidental. Partiendo de la filosofía de Berkeley —que niega todo aquello externo a lo que percibimos— y de Hume —según el cual no es posible asegurar la existencia de un yo detrás del deshilachado conjunto de percepciones que nos compone—, el autor de El Aleph argumenta que, en su vida, el hombre solo tiene acceso real a un momento de su existencia, que es el instante, el estricto presente. Y puesto que debemos desconfiar de la consistencia de la materia que rebasa nuestra percepción, y de nuestra solidez como sujetos, es igualmente arbitrario creer en una dimensión temporal que nos supera y en la que estamos inmersos. El presente es absoluto; en cambio, tanto la sucesión como lo contemporáneo son relativos porque solo se producen cuando yo tengo conciencia de que una cosa ha ocurrido después o al mismo tiempo que otra. Eso explica que dos momentos aparentemente aislados se puedan repetir como si fueran uno solo («¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?»), porque en realidad son el mismo tiempo, vinculados por una conexión primigenia.

Lo que el escritor argentino busca negar en su ensayo es la existencia de un tiempo ajeno al hombre, una ficción construida por él con el objetivo de poner un cierto orden y de la que acaba convirtiéndose en prisionero. Porque para Borges el tiempo forma parte intrínseca de la vivencia del ser humano; es lo que cambia conmigo y me hace más sabio, llegando a la conclusión de que «el tiempo es la sustancia de que estoy hecho»[1].

Sirva este preámbulo para decir que se me ocurren pocas obras fílmicas como Dos en la carretera (Two for the Road) que ilustren mejor la práctica de subvertir el orden de un tiempo medido con el fin de manifestar la plenitud del tiempo vivido, no asimilable a cronología alguna. Subversión que en el fondo es el objetivo secreto de todo buen cineasta, y de todo artista en general, pero que en esta ocasión es abordada de un modo más expreso, mediante la puesta en escena de sus mecanismos. Porque no es habitual asistir a un despliegue tan elocuente de recursos para mostrar la resistencia a un orden lineal e irreversible; para probar que el tiempo de una biografía no se dirige desde el pasado hacia el futuro sino que es un presente continuo que nos acompaña siempre y que también nos hace cambiar, pues en ese estado ya no somos nosotros los que recorremos la vida sino la vida la que nos recorre; para demostrar que una persona nunca puede pasar dos veces por el mismo sitio porque esa persona ya no es la misma cuando regresa —y, aunque lo parezca, tampoco el espacio—. En fin, todas estas cualidades nos llevan a pensar que Dos en la carretera es un filme que, de no haber estado ya impedido por su ceguera, Borges habría contemplado con benevolencia. La que le sirvió para elogiar en su momento otra refutación de la cronología como es Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles.

No es posible comprender adecuadamente el particular universo de Dos en la carretera sin tener en cuenta la dilatada experiencia de Stanley Donen como coreógrafo y director de películas musicales. El musical de Hollywood es un género caracterizado por su gran libertad creativa; un mundo irreal de ensueño, música y baile cuya lógica no se corresponde con el funcionamiento de nuestra vida cotidiana —ciertamente, no es habitual ponerse a cantar y a bailar por la calle acompañado por un maravilloso plantel de espontáneos bailarines, aunque se vuelva de una cita con la persona amada—. En las películas de este género, los números musicales son el componente fundamental de una realidad alternativa donde, a través de la música y de la expresión gestual, fluyen con verosimilitud distintas manifestaciones de los sentimientos. Y, pese a que no puede considerarse propiamente un musical, una obra como Dos en la carretera es deudora del espíritu libre de ese modo de entender el cine, dentro del cual Stanley Donen se reveló sin lugar a dudas como el mayor realizador —junto a Busby Berkeley y Vincente Minnelli—, y el director —con Gene Kelly— del título más emblemático de la historia del género: Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952). En los años sesenta, el declive del sistema de estudios terminó con el musical tal y como se había conocido hasta entonces. Ya no había lugar para unas producciones tan complejas y costosas como las musicales en una industria cinematográfica en crisis, aunque excepcionalmente no dejarán de surgir intentos de revivirlo, como My Fair Lady (1964), de George Cukor, Funny Girl (1968), de William Wyler, y la espléndida Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965), de Robert Wise.

Abandonada, pues, la realización de musicales, Donen se dedica a acometer películas más pequeñas que él mismo produce, dentro del terreno de la comedia romántica —Bésalas por mí (Kiss Them for Me, 1957), Indiscreta (Indiscreet, 1958) o Página en blanco (The Grass is Greener, 1960), todas con Cary Grant como protagonista— y de la intriga policíaca de ambientes sofisticados —Charada (Charade, 1963) o Arabesco (Arabesque, 1966)—. Tras estas dos últimas producciones, Donen parte para su siguiente filme de un atípico guión de Frederic Raphael —a quien, décadas más tarde, Stanley Kubrick acudirá para adaptar a imágenes la prosa de Arthur Schnitzler, en esa otra soberbia radiografía del matrimonio que es la póstuma Eyes Wide Shut (1999)—. Con el fin de encarnar los papeles principales, Donen cuenta nuevamente con Audrey Hepburn y con un incipiente Albert Finney, recién descubierto por los jóvenes airados del Free Cinema británico.

Dos en la carretera narra la historia de una pareja a lo largo de doce años de relación, con la particularidad de que la acción se concentra en un único espacio, el sur de Francia, durante los cinco viajes que Mark y Joanna realizan al lugar. Cuando se conocen, Mark Wallace es un joven arquitecto que recorre Francia en autoestop y Joanna, una de las componentes de un coro femenino que se dirige a un festival de canto. En el segundo viaje, la pareja lleva cerca de dos años casados, vive en Londres y celebra una tardía luna de miel en el coche de una antigua novia estadounidense de Mark, ahora matriarca de una familia insignia del American Way of Life, con un insoportable marido —un “especialista en rendimiento” que administra escrupulosamente los turnos de conducción por kilómetros y el gasto económico durante el viaje— y una malcriada niña. En el siguiente viaje, ya con vehículo propio —un desgastado MG que se cae a pedazos—, Mark y Joanna regresan a los paisajes conocidos y se encuentran providencialmente con un importante empresario que solicita los servicios como arquitecto de Mark, favoreciendo a partir de entonces su escalada social. Cuando la pareja regresa al sur de Francia por cuarta vez, ya tienen una hija, Caroline, y Mark es un exitoso profesional cuyos ingresos han subido proporcionalmente a la edificación en la costa. Han aumentado también las desavenencias con Joanna y surgen las infidelidades por ambas partes. Ya en su quinto viaje, de paso hacia un congreso en Roma, el matrimonio afronta con cierta resignación la vida en común, convencidos de que pese a todo no son capaces de vivir el uno sin el otro.

Con el motivo común de la carretera —aunque aparte del coche se utilizan eventualmente otros medios de locomoción como el barco y el avión, y se desarrollan situaciones en hoteles, en la playa, en la casa del empresario…—, las cinco épocas se entretejen y dialogan entre sí en un relato no lineal, derivando en una ubicación cronológica difusa pero nunca confusa, en una suerte de danza intemporal donde se encadenan los gestos de diferentes momentos. Esta intemporalidad de la acción es resaltada además por el hecho de que transcurre en los mismos lugares, y los protagonistas, en sus cinco épocas, aparecen en estos espacios como personajes distintos que se cruzan sin conocerse. Un mundo fuera del tiempo donde, por ello, no tiene mucho sentido hacer planes de futuro —como se demuestra cuando, pidiendo infructuosamente autoestop, Mark jura que si algún día tiene coche recogerá a todo aquel que se encuentre en su situación, desmintiéndolo a continuación cuando él mismo pasa en coche con Joanna, años después, dejando a otra pareja tirada en ese mismo lugar—.

En estos saltos del relato, el encuentro de dos momentos busca revelar un cambio en la pareja y, por ejemplo, cómo el ascenso económico va mermando su capacidad de disfrute: el hotel al que acuden cuando no tenían dinero y debían introducir clandestinamente hamburguesas para devorarlas, entre risas, en la habitación, es el mismo donde cenan —en el lujoso restaurante de su planta baja— en el más circunspecto silencio una década más tarde: «¿Qué clase de personas se sientan en un restaurante y no se dicen nada?», pregunta por fin ella, «Los matrimonios», responde él. En otra secuencia, que revela un inteligente uso de la banda sonora, Joanna y Mark, acabados de conocer y felices, se detienen con curiosidad delante de la puerta acristalada de una cafetería en cuyo interior discuten acaloradamente el dueño y la dueña. A continuación, sobre esta misma imagen de los dueños del café discutiendo y encajadas perfectamente en el movimiento de sus bocas, escuchamos las voces del matrimonio Wallace en una de sus primeras discusiones, cuando vuelven a pasar frente al mismo lugar. La puerta acristalada es ahora espejo de una realidad muy diferente.

Gestos que difieren o que cambian de sentido, pero también gestos que se repiten y que parecen corresponder a un mismo instante suspendido en el tiempo, como ese pasaporte que siempre pierde Mark y que invariablemente encuentra Joanna; también el inicio y el final de un filme que se cierra circularmente sobre sí mismo. Dos en la carretera consigue ser algo parecido a un artefacto de la eternidad, donde coexisten a la vez —unos al lado de otros— los momentos del pasado y del porvenir.


[1] Jorge Luis Borges: Otras inquisiciones. Alianza Editorial. Madrid, 1985.

Publicado en Miradas de Cine nº 53, agosto de 2006.

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