El sabor de las cerezas

Ta’m e guilas (Abbas Kiarostami, 1997)

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por Jaime Natche

Presentada en el Festival de Cannes de 1997 fuera de plazo, con una copia que salió del laboratorio sin siquiera etalonar, El sabor de las cerezas (Ta’m e guilas, Abbas Kiarostami, 1997) consiguió la Palma de Oro de ese año, compartiendo el máximo galardón con La anguila (Unagi, Shohei Imamura, 1997). Pese al tardío reconocimiento europeo al cine de Kiarostami, el realizador iraní no era un advenedizo en este festival: La vida y nada más/Y la vida continúa (Zendegi va digar hich, Abbas Kiarostami, 1992) ya habia formado parte de la sección Un certain regard en la edición de 1992, obteniendo el honorífico Premio Rossellini, y al año siguiente sería invitado a engrosar el jurado oficial. Factores determinantes para incrementar su prestigio en Europa y que, sin duda, han favorecido que desde A través de los olivos (Zire darakhatan zeyton, Abbas Kiarostami, 1994) no haya dejado de acudir a la cita de sus principales certámenes con cada nueva película —incluso a través de films que no dirige, como El globo blanco (Badkonak-e sefid, Jafar Panahi, 1995), ganadora de la Cámara de Oro a la mejor opera prima en Cannes, guionizada por él y realizada por uno de sus colaboradores habituales—, y que a partir de El viento nos llevará (Bad ma ra khahad bord, Abbas Kiarostami, 1999) todas sus películas estén producidas bajo auspicio francés.

Otoñal, alumbrada por colores terrosos, El sabor de las cerezas es una película vista casi íntegramente desde un coche, tal como sucedía en La vida y nada más/Y la vida continúa. Sin embargo, en esta ocasión no es tan fácil hallar la estela rosselliniana que trazaba allí su personaje principal, a la búsqueda de sus dos pequeños amigos en un paisaje lacerado por el terremoto. Lejos de proponerse conocer más directamente el entorno y sus gentes, ofreciéndose a ayudarles, en El sabor de la cerezas, el señor Badii apenas abandonará su automóvil, obstinadamente conducido, y la única muestra de solidaridad con el exterior a la que accede será fotografiar a una pareja que se lo pide por la calle —sin que, por supuesto, necesite dejar su asiento para ello—. Encapsulado en su vehículo, Badii se desplaza, no obstante, dando vueltas, sin destino determinado, pero en aras de un firme propósito que comunicará a sus sucesivos acompañantes. El movimiento de su todoterreno le sirve en realidad, más que como medio de transporte, como coartada para compartir unos instantes con las personas que deberán ayudarle a consumar ese objetivo no geográfico sino moral; un objetivo desvelado con pulso enigmático por Kiarostami y resuelto con la misma parquedad, solicitando la complicidad de un espectador que complete en todo momento la experiencia propuesta por la película (como señala Jonathan Rosenbaum en su artículo Fill In The Blanks), y anticipando asimismo la abstracción narrativa extrema que caracterizará a El viento nos llevará. Para documentar el itinerario de Badii, Kiarostami alterna las largas secuencias dialogadas en el coche con largas secuencias de remanso contemplativo, reduciendo la variedad de las imágenes, de los elementos dramáticos en pantalla y su expresividad, de modo que, por ejemplo, los personajes aparecen solos en el plano salvo en muy contadas ocasiones. Austeridad del dispositivo de puesta en escena que no llega, sin embargo, a la de Ten (Dah/Ten, Abbas Kiarostami, 2002) —filmada con sólo dos encuadres, uno para cada pasajero del automóvil—, y que, paradójicamente, provoca que no exista la sensación de un interior cerrado en sí mismo, ya que es evacuado de modo constante hacia el exterior, bien porque las ventanas hacen omnipresente el paisaje, bien porque el espacio que no se ve, a través del sonido, se vuelve dramáticamente más relevante que lo que muestra la imagen.

Publicado en Miradas de Cine nº 74, mayo de 2008, dentro del estudio Cannes: 68 Palmas de Oro.

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