Où gît votre sourire enfoui? (Pedro Costa, 2001)
por Jaime Natche
La reciente edición en Portugal en DVD del film de Pedro Costa Onde jaz o teu sorriso? (2001) —también conocido en Francia, el país co-productor, como Où gît votre sourire enfoui? y cuyo título podría traducirse al castellano como «¿Dónde yace tu sonrisa escondida?»— es motivo más que suficiente para hablar de una película injustamente ignorada en nuestro país, a pesar del respaldo crítico que ha obtenido allí por donde ha pasado. Concebida como un encargo para televisión sobre los cineastas Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, la película representa un excepcional acercamiento al trabajo de la pareja gala a través de una de las labores peor conocidas en la realización de una película (el montaje), así como un crepuscular retrato sobre una manera de entender el cine en la «era digital».
Una película sobre el montaje
No es ningún misterio por qué, de las profesiones del cine, la del montador es la menos popular de todas; el «patito feo» del Séptimo Arte, digamos para entendernos. Lejos del glamour de las estrellas y de las alfombras rojas de los grandes festivales, de la parafernalia y la espectacularidad de los rodajes, el montador desempeña su trabajo en un espartano retiro ( eventualmente interrumpido por el diálogo con el director) , y la mayoría de las veces recluido con su máquina en un poco acogedor cubículo. No es raro entonces que esta imagen humilde y deslucida haga pasar por alto el papel fundamental que el montador juega en la elaboración de un film, siendo la sala de montaje —como gustaba decir Orson Welles— el lugar donde se forja toda la elocuencia de una película.
Es, por tanto, un hecho inusual aunque de extrema justicia, el que para homenajear a unos cineastas se elija retratarlos durante el proceso de montaje, cuando lo normal sería filmarlos gritando «¡acción!» en pleno rodaje, entrevistando animadamente a los actores que han tenido la suerte de trabajar con ellos o rememorando los momentos inolvidables de sus filmografías. El realizador portugués Pedro Costa (deficitariamente conocido en nuestro país, a pesar de algún acontecimiento mayor como el Festival de Gijón) bien sabe que montar supone, más que una etapa mecánica que se debe resolver en el más breve plazo de tiempo para dar por finalizada una película, un replanteamiento profundo de la existencia del film; una indagación en la esencia misma de la materia cinematográfica —imágenes que aparecen e imágenes que desaparecen para dar paso a otras imágenes—. Por eso, decide ceñir su película sobre Danièle Huillet y Jean-Marie Straub a la confección, en la mesa de montaje, de una de sus obras: Sicilia! (1999), basada en la novela de Elio Vittorini.
Es difícil, tras haber visto Onde jaz o teu sorriso?, imaginar un testimonio más minimalista y desapasionado (aunque apasionante) acerca de unos profesionales del cine, por lo demás tan opuestos al modelo dominante de cineastas: sin salir apenas de la sala de montaje, la cámara registra, desde una posición discreta y respetuosa con el desarrollo de la acción, el diálogo que mantienen Jean-Marie y Danièle durante el análisis del metraje; otras veces se opta por mostrar frontalmente nada más que la sucesión de imágenes que en esos momentos escrutan los ojos de los cineastas. El espectador, situado así en el asiento que casi no abandona Danièle durante todo el metraje, se convierte en un testigo privilegiado que asiste sin intermediación a los impulsos sutiles del montador, a sus paradas, avances y retrocesos, mientras escuchamos desde el fuera de campo las discusiones de la pareja (cónyuges además de co-realizadores) tratando de razonar cada corte, negociando el fotograma más o el fotograma menos que decida un acabado más pulido de la expresión cinematográfica.
Trabajando el tiempo
La película se desvela entonces, frente a nuestros ojos, como un cuerpo extremadamente maleable, liberándose de su condición de representación e instalándose en un plano puramente material, sobre el que es posible ejercer una intervención física. Algo muy similar a lo que ya experimentábamos, por ejemplo, en Tren de sombras (1997), de José Luis Guerin, cuando se nos situaba frente a las imágenes de una vieja película que comienzan a ser caprichosamente manipuladas en una mesa de montaje. Sin embargo, los congelados, retrocesos y ralentizaciones que ahí se empleaban con el objeto de la expresa delectación contemplativa, en el film de Costa obedecen a un trabajo de desbaste sobre la materia prima del montador. Como dice Straub, «las cosas no existen hasta que no adquieren una forma», pero la consecución de la forma pasa por un encuentro del artista con la resistencia de la materia; como el escultor que debe tener en cuenta las nervaduras del mármol o las diferentes capas geológicas acumuladas en la piedra, no se puede hacer todo aquello que se quiera, sino lo que viene determinado por la materia prima. La lucha del montador —determinando la duración de los planos y su orden— depende entonces de una comprensión profunda del material que le viene dado.
El hecho de que sean los realizadores los que montan su película responde a una concepción opuesta a la mercantilización del medio cinematográfico, en la que cada etapa se halla compartimentada con el fin de optimizar recursos, así como a una convicción de que trabajar el montaje es una forma de segunda dirección, de que ‘realización’ y ‘montaje’ son la cara y la cruz de una misma operación creativa. Esto no quiere decir que el director que monta sus películas es más autor que los demás. Siempre resultará útil confrontar el trabajo obtenido en el rodaje con una mirada diversa que permita enriquecerlo manteniendo una visión distanciada de lo filmado, pero en cualquier caso se debe entender que un montador es, a efectos prácticos, una suerte de co-director. Es tan inevitable dirigir mientras se está montando, como lo es montar mientras se dirige. Sin embargo, la película es lo primero y la presencia de Jean-Marie y Danièle, durante el tiempo que asistimos a esta labor, está difuminada por la oscuridad de la sala o marginada al fuera de campo, lo que resulta un reflejo absolutamente coherente de la ética del trabajo de estos cineastas, que siempre se han mantenido al margen del gusto masivo y que han eludido un protagonismo personal —una profesionalización— que pudiera perjudicar la soledad de cada filme, fabricando películas con la conciencia histórica del artista —Straub acude, durante las conversaciones, a los ejemplos de Chaplin, Eisenstein y Buñuel— pero, al mismo tiempo, con la humildad del artesano, ensimismado en su labor y sin ánimo alguno de posteridad.
Moviola versus ordenador
Pero el homenaje de Pedro Costa en Onde jaz o teu sorriso? va más allá, porque con su película asistimos también al crepúsculo de un modo de montar las películas. Y es que hoy en día, y cada vez menos, ya no se elige trabajar en mesa de montaje cinematográfico porque el ‘montaje digital’, en un ordenador, es más rápido y, en un medio tan costoso como el cine, el tiempo es dinero. Y, sin embargo, cualquier montador que haya tenido la oportunidad de trabajar en moviola o en S teenbeck antes de pasarse al ordenador sabe que del contacto directo con la materia fílmica —táctil, que no digital—, se obtiene una lección que no puede adquirirse por los nuevos procedimientos virtuales.
Que no parezca que queremos condenar un sistema de trabajo revolucionariamente ágil y flexible para todo aquel que sabe lo que se trae entre manos (son conocidos los casos de experimentados montadores de cine que se han pasado con ilusión al ‘montaje no-lineal’, como Walter Murch o Thelma Schoonmaker, y el propio Costa se ha servido de esta tecnología para abaratar costes de producción), pero, en una época en que cualquiera que tenga facilidad para aprender a manejar un software de edición de vídeo ya se considera capacitado para montar una película, no debemos olvidar que el montador que aprendió a marcar el fotograma del corte con un lápiz en lugar de hacerlo con el ratón del ordenador, tiene una conciencia de los materiales con los que trabaja mucho más intensa y reveladora que el editor virtual. Sabe, por ejemplo, acerca del valor único de cada fragmento de película, que en cine se puede tocar, que ocupan un espacio físico y se pueden perder, por lo que hay que guardarlos ordenadamente en los correspondientes percheros, incluso los descartes que parecen inútiles pero que podrían utilizarse más tarde. Sabe también que la imagen y el sonido no están juntos de forma espontánea, sino gracias al artificio de la sincronización; que avanzan disparejamente, cada uno por su lado, y que, debido a su carácter movedizo, corren el peligro de desajustarse si no se corta de las pistas de sonido la misma cantidad de fotogramas que se cortan en la pista de la imagen. Sabe, en definitiva, que cada corte es resultado de un esfuerzo y que, por lo tanto, debe ser fruto de una necesidad. Entre la decisión del montador de cortar y la obtención (mediante una operación manual) del corte es preciso un tiempo de ejecución; el ‘ver’ y el ‘hacer’ son dos actos separados, uno a continuación del otro.
El montador actual —que puede deshacer y rehacer cualquier montaje al instante con un solo clic gracias al montaje virtual y que tiene acceso inmediato a todas las posibilidades imaginables—, difícilmente se toma el tiempo para comprender las consecuencias de un corte; justo al contrario que el montador de toda la vida , primero ‘hace’ y luego ‘ve’.
Publicado en Miradas de Cine nº 42, septiembre de 2005.