por Jaime Natche
Evidencia nº 1
La noche de una pequeña ciudad de California refulge en explosiones de color durante la festividad nacional del 4 de julio. En un descampado oscuro y alejado de la población se detiene un vehículo. La pareja de adolescentes que viaja en su interior ha encontrado, así, un rincón tranquilo donde nadie les moleste. Pronto se dan cuenta de que no están solos. Además, la imprevista presencia que ha aparcado el coche justo detrás suyo parece inquietar especialmente a la chica —¿acaso porque lo conoce?—. El visitante se aproxima con una linterna dirigida hacia los muchachos y éstos se disponen a saludarle cuando reciben los disparos del arma que, deslumbrados por el intenso foco de luz, no han podido ver en manos del asesino —ni tampoco los espectadores—. Tras esta secuencia inaugural, Zodiac (David Fincher, 2007) expone minuciosamente la búsqueda, a lo largo de casi dos décadas, del culpable de una serie de crímenes que conmocionó a la sociedad estadounidense por la forma en que retaba a sus perseguidores. El asesino conocido como Zodiac se convirtió en una figura mediática gracias a los mensajes encriptados que mandaba a los periódicos, y la profusión de pruebas que generó su investigación no permitió despejar la incógnita sobre la identidad del autor de una manera inequívoca, haciendo que las autoridades resbalaran una y otra vez sobre pistas ambiguas que no parecían conducir a ningún lado. Al final de la película, veintidós años después de aquella luz que ciega y mata en una noche de julio, y que atraviesa las entrañas del relato como un agujero negro por donde escapa —de principio a fin— la certeza de un mundo ordenado y verificable, se solicita la intervención del que entonces se encontró frente a ella y que ahora asume la responsabilidad de emitir su propia versión, de identificar a un culpable al que pudo haber visto la cara, clausurando de este modo la enunciación de los hechos.
Evidencia nº 2
Cuatro muchachas embriagadas de música surcan la oscuridad en una carretera de Austin, Texas. Atrás quedó la mesa del bar compartida con amigos y amigas; las charlas más o menos insustanciales sobre planes y novios; los encuentros con los clientes que se han acercado a ellas, como un misterioso individuo llamado Stuntman Mike que —como su nombre indica en inglés— dice ser doble en películas de acción y conduce un temible vehículo de carrocería reforzada para usar en escenas de riesgo. Pero la noche apenas ha comenzado y la diversión continúa, con la radio a todo volumen y el coche a toda velocidad por una carretera vacía. De repente, frente a las chicas se enciende un potente haz de luz que las deslumbra. Acto seguido, reciben el tremendo impacto de otro vehículo, el de Stuntman Mike, que las estuvo siguiendo sin que lo supieran para su propósito asesino y que, por alguna sádica razón, prefirió que el instante inmediatamente anterior al choque no les pasara inadvertido, por lo que a la brutalidad de su carga le añade la fugaz percepción que, encendiendo los faros del coche, proporciona a las muchachas del último segundo de vida, del último segundo de luz. Un momento demasiado repentino, pese a todo, para poder desencadenar el miedo en ellas y que, en cambio, al espectador le es comunicado como una especie de trance hipnótico, una suspensión de la conciencia, que se ralentiza repitiéndose cuatro veces, una por cada chica, y cada vez de manera distinta. Esta escena traumática de Death Proof (Quentin Tarantino, 2007) divide la película en dos mitades que pueden interpretarse como partes opuestas —la noche frente al día, preeminencia de los interiores frente a preeminencia de exteriores, etc.—, pero también como sendas superficies especulares donde se repiten sus elementos por encima de las variaciones circunstanciales. Lo que se desprende, en definitiva, de la escena bisagra del choque es que esa luz que obtura la visión de quien se pone delante y mata, también tiene la propiedad de congelar el transcurso del tiempo mediante su repetición.
Evidencia nº 3
En un callejón de Hollywood, una mujer vuelve de comprar en una tienda cuando se fija en la indicación escrita en la pared que señala hacia una puerta. Cuando entra por ella, descubre atónita que es el estudio donde el día antes estaba ensayando su papel con el compañero de reparto. Y lo asombroso es que ahora se está viendo a ella misma en aquel momento justo del ensayo, cuando se detuvo el trabajo porque advirtieron la presencia de un intruso en los decorados del plató. El intruso resulta ser ella y huye antes de que pueda ser descubierta por su compañero, que se levanta a examinar el lugar. Antes de que la actriz pase por una de las puertas del decorado buscando la salida, una intensa luz —que no procede de fuente identificable alguna— se enciende detrás suya y la hace volverse y ver, en una de las ventanas, la proyección fantasmal de su marido. Después de cerrar la puerta tras de sí, comprueba que no se encuentra en una casa de decorado sino en una casa real, y que al asomarse por la ventana no ve el plató que dejó atrás sino un jardín soleado. ¿Es la casa de Susan, el personaje que va a interpretar en su película? Más adelante, la actriz ya completamente metida en el papel de Susan aparece una noche en una acera de Hollywood Boulevard. Ha recibido una puñalada y yace agonizante junto a unos indigentes que no le prestan atención. De repente, una de las indigentes saca un mechero, lo enciende muy cerca de los ojos de la actriz y sólo entonces le habla: «Te he hecho ver la luz; brilla luminosa para siempre». Después de mirar fijamente esa luz, Susan cierra los ojos y muere. Al grito de ¡corten! los indigentes se levantan y se marchan. Llegados a este punto de INLAND EMPIRE (David Lynch, 2006) es difícil saber qué vivencias atribuir a Nikki (la actriz) y cuáles a Susan (su papel). Hemos asistido a una progresiva disolución de la identidad de los personajes que comparten el cuerpo de Laura Dern (la actriz del film de Lynch) en un mundo de pesadilla que ha perdido las conexiones lógicas del relato dramático. En su lugar, INLAND EMPIRE presenta un universo reversible donde la realidad no funciona en una sola dirección, sino forzando su elasticidad para modificarse y revelar las significaciones ocultas —no necesariamente narrativas— que contiene y que sólo de ese modo salen a la luz. Una reversibilidad que puede encontrarse ya en la simple ejecución de una toma —como ocurre en las escenas del ensayo de guión con Betty en Mulholland Drive (David Lynch, 2001) o en la de este mismo film, cuando una persona se transforma en otra—, pero que en cualquier caso hace funcionar a la película como una cinta de Möbius, por la que circulan sus elementos para encontrarse una vez tras otra, sobre una superficie de una sola cara y sin principio ni final. Las dos escenas mencionadas donde interviene, de un modo u otro, un foco de luz dirigido a los ojos marcan críticamente el desgarramiento del mundo convencional de Nikki Grace. La luz cegadora que puede matar y fijar la duración, es capaz también de alumbrar una nueva realidad donde el tiempo deja de existir.
No es casual que la luz pueda tener una significación tan preponderante como la que queremos ver en la descripción previa, considerando que la luz es el componente básico de la imagen cinematográfica y los tres títulos mencionados son tributarios confesos del mundo del cine —aunque el primero y el último de ellos estén grabados en vídeo digital—. Si la acción de INLAND EMPIRE tiene lugar durante el rodaje de una película, Death Proof se plantea como un homenaje al cine de género que rellenaba las sesiones dobles de los años setenta, y algunos de sus protagonistas trabajan en la industria del cine. Por su parte, Zodiac hace explícitas referencias a títulos con las que se emparenta temáticamente —como Harry, el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971)— o mantiene un vínculo puntual en el transcurso de la acción —como ocurre con El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel, 1932), obra que, según los hechos reales en que se basa el guión, pudo haber inspirado al asesino y que da pie una de las secuencias más emocionantes del film, en el sótano de un antiguo profesional del cine—. La auto-referencia al cine, no obstante, no termina ahí: Death Proof no sólo homenajea a un cierto tipo de películas, en abstracto, sino que se hace valedora de la misma película expuesta en las proyecciones —acusando el desgaste material del soporte o componiendo sus títulos de crédito con retales del test Lily, que los laboratorios emplean para etalonar el material fílmico revelado y que, por lo tanto, está formado por imágenes no destinadas al espectáculo cinematográfico pero inseparablemente ligadas a su materialidad—. A su vez, una de las claves del asesino de Zodiac parece estar contenida en unas latas de cine que han desaparecido y el símbolo con el que gusta identificarse en sus mensajes cifrados, además de parecer el de una marca de relojes, está claramente inscrito en la cuenta atrás de las colas de bobina cinematográfica que preceden el inicio de la película, y que el más firme sospechoso de los asesinatos no pudo dejar de ver tantas veces durante sus años de proyeccionista. En la película de Lynch, sin embargo, la deuda con la tradición cinematográfica es menos obvia, quizás porque trata de llegar más atrás, en busca del origen, de la fascinación por la composición luminosa de la imagen en movimiento. INLAND EMPIRE comienza precisamente con un haz de luz que emerge de ninguna parte en la oscuridad y perfila los contornos del titulo. Durante gran parte del film, nos encontramos con una luz provista de irrealidad, al no ser justificada por fuente alguna, indicio de un universo más mental que sólido y, por lo tanto, no sometido a las leyes de la física. Pero, en otras ocasiones, la fuente de luz aparece de un modo notorio y entonces es grabada con insistencia por la cámara digital de Lynch, como pretendiendo atrapar el misterio que esconde detrás el foco de un plató de televisión, el sol que surge sobre el estudio de cine o las lámparas incandescentes con forma de vela en un pasillo; indagando en la sustancia que hace posible el mundo de las huellas fotoquímicas del cine y que en el proceso digital pasará a convertirse en un comando electrónico. Cerca del final, cuando el personaje de Laura Dern llega a un escenario y se escuchan los aplausos, entendemos que el espectáculo ya ha tenido lugar. Es el instante en que una intensa luz blanca ciega al personaje y luego a la pantalla, en una sala oscura de un mundo que ya no vuelve a ser el mismo.
Publicado en Miradas de Cine nº 70, enero de 2008, dentro del estudio Resumen 2007.