Asincronías

La hamaca paraguaya (Paz Encina, 2006)

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por Jaime Natche

Al comienzo de este primer largometraje de Paz Encina, una pareja de viejos campesinos llega a un claro del bosque, entre dos árboles, donde se disponen a tender su hamaca. Han encontrado allí un sitio en el que no castiga el sol, corre algo de viento y no molestan los ladridos del perro; éste será también el lugar elegido para que el espectador acompañe a Ramón y Cándida durante el tiempo de la película, hasta que decidan regresar a casa con la llegada de la oscuridad. La acción se extiende a lo largo de lo que parece ser un día entero, desde el amanecer hasta el anochecer, aunque igualmente podrían ser distintos momentos de un intervalo bastante mayor de sus vidas, pero esto tampoco importa mucho. Por los escasos datos acerca del contexto histórico que se ofrecen en un entorno rural especialmente austero, sabremos que los personajes —que hablan guaraní— viven en tiempos de la guerra que entre 1932 y 1935 enfrentó a paraguayos y bolivianos, a cuyo frente ha sido enviado el hijo de la pareja. Mientras se resguardan de las altas temperaturas en el sopor de la hamaca, Ramón y Cándida no tienen otra aspiración que imaginar el regreso de su hijo y la llegada de la lluvia.

Sabemos cuán lejos estamos, al dar cuenta de esta tentativa de sinopsis, de hacer comprender una mínima parte de la fascinante experiencia que supone asistir a la proyección de La hamaca paraguaya —premio FIPRESCI de la crítica internacional en el festival de Cannes de 2006—. Y sin embargo, debemos seguir escribiendo, a pesar de la insuficiencia de la palabra para hacer justicia a la imagen en movimiento, si así se puede lograr acercar un poco más al probable espectador —quizá desanimado por la primera descripción de la película— al misterio que encierra una obra tan insólita como ésta.

Podríamos decir, por ejemplo, que, durante la mayor parte de su metraje, la puesta en escena de Paz Encina relega el ojo de la cámara a un plano general fijo e inalterable, como las vistas del cine primitivo, y eso no sería mucho más cierto que afirmar que las imágenes y sonidos de esta película proporcionan un extraordinario viaje por los sentidos y el tiempo a quien se deje atrapar por ella. La cámara estática frente a la hamaca tendida en el bosque —que abandona este emplazamiento en las ocasiones en que la pareja de campesinos se desplaza a sus respectivas tareas diarias— acompaña la duración de sus gestos cotidianos y sus conversaciones; unas conversaciones en las cuales Ramón y Cándida… jamás abrirán la boca. Las dos voces que hablan desde las imágenes de esos personajes mudos no lo hacen como voces en off —puesto que el plano es habitado por los dueños de dichas voces, aunque no estén hablando en ese momento— sino como voces interiores, o mejor aún, como voces anteriores provinientes de conversaciones mil veces mantenidas —«hay olor a lluvia, seguro que va a llover»— o tantas veces evocadas, como la despedida del hijo que se marcha a la guerra y tiene lugar mientras Ramón, solitario, está cortando caña.

Usadas de este modo, las voces de los protagonistas contribuyen a una estrategia narrativa basada en la indefinida disociación entre los espacios, el tiempo y la acción: nunca sabemos a qué momento pertenece esa voz que se escucha ahora en relación a lo que hacen los personajes en este preciso instante. Esa pérdida de ajuste sincrónico entre lo visto y lo oído, en lugar de cuajar en un relato caprichosamente desordenado, genera un recorrido de exuberante riqueza sensorial que puede hacer recordar a la experiencia de Marguerite Duras en India Song (1975) y que consigue poner en primer plano la noción de permanencia y espera que preside las vidas de los dos campesinos. Los deslizamientos que sufre el desarrollo del relato no producen un cambio sustancial en la realidad de sus pobres existencias, y acentuan la resignación a la que viven sometidos sin escape posible. «Lo que se espera, se espera en vano», dice Cándida mientras el viejo presagia lluvia y el contraplano repetido de un cielo encapotado se resiste a corresponder sus deseos.

El tejido sonoro —cuidadosadamente elaborado a partir de los elementos de la naturaleza selvática donde transcurre la historia— tiene capital importancia en la creación de esta ficción. Además de participar del mencionado juego de desfases narrativos, al restringirse el campo visual a no más de una veintena de planos, el oído —casi inadvertidamente— se despereza, y el sonido y la no muy abundante palabra hablada cobran una centralidad en el relato de la que habitualmente no gozan y que tiene algo de gesto pionero (no por casualidad, esta obra nace en un país sin apenas tradición cinematográfica donde el último largometraje se filmó en los años setenta, durante la dictadura del General Stroessner). De la misma manera, en el mundo de visibilidad vedada de La hamaca paraguaya, lo que no se oye no existe, o está a punto de morir. El silencio de la perra hacen sospechar lo peor: «¿Por qué dices eso?, ¿sólo porque no ladra?»; e, igualmente, la ausencia de noticias desde el frente anticipan, para Ramón y Cándida, la muerte del hijo. Finalmente, es también a través del sonido como adquirirá sentido la espera de la pareja de ancianos, coincidiendo con la llegada de la noche y acompañado pertinentemente por un bello tema musical de Óscar Cardozo Ocampo titulado “Renacer”.

Delicada composición sobre el paso del tiempo hecha con los ingredientes bastos de la tierra, el film de Paz Encina, hablado en la lengua que sobrevivió al dominio de los conquistadores, evoca registros olvidados del lenguaje de los cineastas. Seguramente no arrastrará multitudes a las salas —ni lo pretende—, pero su privilegiado público se reconciliará, gracias a ella, con la facultad del cine para recrear el mundo de todos los días con la mirada fresca de los que aún no perdieron la esperanza.

Publicado en Miradas de Cine nº 63, junio de 2007.

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