En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerin, 2007)
por Jaime Natche
Bien pensado, no debería resultar problemático el encuentro con una película como ésta, máxime cuando su planteamiento argumental se presenta tan extremadamente sencillo (la sinopsis anuncia la historia de un hombre que busca a una mujer y que en su camino encuentra, y mira, a otras mujeres). Pero son tiempos de culto al consumo y a la prisa; hoy los espectadores están poco habituados a enfrentarse a experiencias que demanden un nivel suplementario de participación y cada vez parece menos probable encontrar aficionados, como aquel personaje de El río (The River, 1951), de Jean Renoir, a practicar el digestivismo, es decir, a mirar y digerir lo que ven; aquel mismo personaje que, durante la calurosa tarde bengalí, confiesa haber descubierto que el secreto para ser rico es restar en lugar de añadir. A esta actitud de despojamiento, por cierto, no es en modo alguno ajeno el cine de José Luis Guerin y en particular su última realización, porque en ella despliega gran parte de sus virtudes y riquezas expresivas a partir de la sustracción, de haber sabido desechar el bajage acumulado e innecesario para acercarnos, con la menor cantidad de impedimentos posible, a lo esencial. Y además de recordar oportunamente que lo esencial de cualquier película es el trayecto de una mirada, En la ciudad de Sylvia nos ofrece la confirmación de que si algo hay equiparable al placer de mirar, es el de ver mirar.
El personaje protagonista de En la ciudad de Sylvia, del cual no conocemos nombre u ocupación, se dedica durante tres jornadas a buscar entre las mujeres de Estrasburgo una que presumiblemente conoció hace años; mientras tanto realiza esbozos de retratos en su cuaderno de dibujo. Reduciendo la peripecia del relato a estos elementos, Guerin se permite prescindir, en la mayor parte de su metraje, de los recursos que la costumbre ha asociado a las películas sonoras, como el diálogo —que aquí prácticamente se relega a una única escena en un tranvía, aunque no por ello sea menos importante— o la música que no provenga del ambiente donde se filma —aunque en un par de ocasiones se rompe esta tónica y aparece un tema no diegético, de resonancias medievales, que reviste el relato de una insólita atemporalidad—. Esta simplificación llega hasta el punto de que el personaje protagonista, que en el cine es la mayoría de las veces una especie de cicerone nítidamente caracterizado y decidido, al que el espectador sigue dócilmente, se convierte ahora en alguien que apenas llega a definirse por sus mínimas acciones, una verdadera tabula rasa donde estamos obligados a inscribirnos si queremos identificarnos con su itinerario. Y ese proceso se realizará fundamentalmente a través del plano y contraplano, figura aquí privilegiada sobre el resto de la retórica que suele dar forma a las películas a la que En la ciudad de Sylvia, sin embargo, despoja de sus atributos habituales.
Como se sabe, el plano-contraplano es uno de los dispositivos fundamentales sobre el que se ha construido el cine clásico, una cesura en torno a la cual bascula el observador y lo observado, la acción y la reacción, el deseante y lo deseado, y cumple la doble función de caracterizar psicológicamente a los personajes y hacer progresar la trama, cerrando la narración a las posibles vías de dispersión del relato. En otra película sobre el mismo motivo del hombre que mira, La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), de Alfred Hitchcock, su protagonista permanece inmovilizado físicamente a causa de un accidente, pero la alternancia de plano y contraplano conducen implacablemente el mecanismo de la narración, ya que a lo visto siempre responde una acción del observador que hace avanzar la trama. En cambio, en la película de Guerin tal procedimiento no impone su valor de clausura sino que, sirviendo para poner en contacto a los dos personajes, el plano-contraplano deja abierto el significado del acercamiento visual salvo en el de su más llana connotación: la búsqueda de un cuerpo por otro. Una búsqueda que no avanza narrativamente pero que tampoco puede concluir, porque tras la mujer vista arbitrariamente en la terraza de un café existen otras muchas que pudieron sentarse en su lugar, antes o después, igualmente misteriosas en su opacidad como personajes, por lo que sólo es posible la contemplación ensimismada del cuerpo.
Queriendo ser una indagación sobre la mujer idealizada o no hallada, En la ciudad de Sylvia es en realidad un atento estudio de la gestualidad femenina —como también lo es, desde otro punto de vista, Death Proof (2007), de Quentin Tarantino—. Atenuada la funcionalidad del relato, cobra relevancia la expresividad del comportamiento físico captado durante el escrutinio del voyeur. En sus diferentes situaciones, se registra la variedad de respuestas que esos cuerpos ofrecen a su entorno, y por ejemplo, cuando de noche vuelve a ver a la mismas muchachas de esa mañana en un bar, el protagonista consigue descubrir el reverso dionisiaco que esas mujeres ocultaban durante el día, ocasión que aprovechará para seducir a una de ellas y poder experimentar el contacto directo con su carnalidad, hasta entonces reservada únicamente a la vista.
Mientras que, con su cuaderno de dibujo, el personaje al que da vida Xavier Lafitte interpreta la realidad en términos pictóricos, la cámara de Guerin constata una realidad más escurridiza, que sigue los designios de lo azaroso y está expuesta a ser percibida ambiguamente, como sugieren las continuas imágenes de superficies reflectantes (vitrinas, ventanas…) o los trampantojos naturales creados por una perspectiva engañosa, al ser filmadas dos personas distantes que se yuxtaponen en la misma imagen. El tránsito a través de la ciudad se convierte entonces en el recorrido por un laberinto donde la búsqueda de la amada es obstaculizada sin descanso, pero en la que todos los sonidos, los cruces de calles, los vendedores ambulantes, las pintadas en los muros (ese repetido “Laure, je t’aime” de ecos petrarquianos), las variopintas lenguas escuchadas al azar… son signos de su ausencia y remiten indefectiblemente a ella. Pues como escribe el poeta y pintor inglés William Blake, todos los paisajes son un hombre —o una mujer, añadiremos nosotros— visto de lejos.
Publicado en Miradas de Cine nº 66, septiembre de 2007, y en el libro Algunos paseos por la ciudad de Sylvia, coordinado por Carlos Losilla y Jaime Pena, Festival Internacional de Cine de Gijón, 2007.