por Jaime Natche
Te encuentras en pleno recorrido de promoción por festivales tras presentar Guest en la Mostra de Venecia, donde has cerrado un ciclo iniciado al presentar en 2007 En la ciudad de Sylvia, ocasión que supuso el arranque de las filmaciones para tu nueva película aprovechando las invitaciones a distintos festivales del mundo. En tu reiterada asistencia a festivales de cine, ya sea acompañando a una película o en calidad de jurado, ¿a qué conclusiones has llegado sobre el papel de los festivales en la protección y difusión de un cine arriesgado y frágil al mismo tiempo como el que, de algún modo, representa Guest?
La experiencia en festivales es muy variada según cuál sea el propósito. Cambia mucho la percepción si acudes como espectador o si vas a promocionar tu último trabajo. Poco importa si me gustan mas o menos; no hay elección, es la presentación en sociedad de nuestras películas. A partir de ahí, los programadores de otros festivales, eventos, filmotecas, distribuidores, televisiones, etc., irán encadenando propuestas. Cuando no hay una partida mínima para promoción —cual es mi caso—, la única opción viene dada por el pequeño eco que pueda obtener en alguno de los festivales mayores —que no necesariamente coinciden con los que prefieres.
Los festivales ocupan hoy un lugar central para el espectador atento. Desaparece aquel sesgo peyorativo de película de festivales. Una parte muy sustancial del cine mas ambicioso solo se verá en esos ámbitos; es algo ya aceptado. Aunque yo, como espectador, prefería el cineclub. El cineclub permitía al potencial espectador (especialmente al de provincias) tener un seguimiento del cine que no llegaba de otro modo a su localidad. Y sobre todo permitía ir viendo cine a lo largo del año, asimilándolo sin atracones. A veces se me hace extraño ir a presentar una película ante una audiencia que no ha visto nada —pero nada de nada—, y que una vez al año cuenta con un festival engalanado de invitados y banderas. Me temo que en el escaparate electoralista es más rentable invertir un pastón en los fastos de un festival con eco en la prensa y la televisión local que la labor perseverante, silenciosa pero fecunda, de un cineclub que costaría una décima parte. Para mí fueron muy importantes los cineclubs. Es imposible reivindicarlos hoy porque ya no existen, y sin embargo constituían el mejor marco para discutir y pensar las películas sin tratarlas con la retórica de competición automovilística con las que se abordan en los festivales, como si el cometido de los realizadores fuera el de competir entre nosotros.
Por otro lado, me da la impresión de que muchos cineastas actuales están mas preocupados por la creación de sí mismos como personajes que de sus propias películas. E incluso que eso viene generando una inversión de principios: ahí donde nos preguntaríamos «¿qué película debo hacer?» nos encontramos preguntando «¿qué película debería hacer el personaje que he creado?». De ese modo, la autoría no viene dada como consecuencia de una práctica sino como un artificio premeditado. Todo aboca bastante a ello; el sistema de promoción de películas del que participan los festivales nos obliga a una exhibición impúdica. Incluso cineastas que en nada requieren una noción de autoría se ven obligados a hablar como tales en una espiral de artificio. Nunca los cineastas habíamos hablado tanto.
Alguna vez has señalado un vaivén que, de modo más o menos azaroso, conduce tu filmografía. Por un lado, los films introspectivos y más controlados (los impares) y, por otro, los films sociales y más documentales (los pares). Podríamos esbozar otra tipología atendiendo a la presencia material del cine en tu obra: habría un grupo de películas donde la imagen cinematográfica aparece en escena como el vestigio de un pasado perdido —Innisfree (1990), Tren de sombras (1997), incluso En construcción (2001), con la emisión televisiva de Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Howard Hawks, 1955)— y otro grupo en el que el cine queda apenas aludido como parte de un mundo paralelo y esquivo —representado por el equipo de rodaje en Los motivos de Berta (1983), la academia de arte dramático de En la ciudad de Sylvia (2007) y los festivales de cine y los cineastas de Guest (2010).
A la hora de concebir tu trabajo como realizador, ¿en qué medida te predispones a un diálogo —mediante tus imágenes y sonidos— con el cine que admiras y con el cine como profesión?
En el caso de esta división que planteas, que creo acertada, situaría Innisfree y Tren de sombras como películas originadas y articuladas en el mismo roce físico de unas imágenes actuales con otras del pasado, de un tiempo embalsamado, sean estas del maestro Ford o del aficionado señor Fleury. En los demás casos, las apariciones de imágenes de otras películas han surgido como consecuencia de algo imprevisto que he decidido integrar por creerlo relevante y significante, pero que ni están en el origen del proyecto ni afectan a la articulación esencial de la película.
En Guest he querido dar el trato de oráculo de viaje al encuentro con Jonas Mekas —que inspira las imágenes siguientes—, si bien, más que con el cine, es un encuentro con el cineasta, con el poeta. El cine aparece unas veces como memoria, otras como proyecto; recuerdas unas imágenes y sueñas otras. Estoy persuadido de que el tema del cine siempre es el propio cine sin necesidad de que se explicite endogámicamente. En Guest me pareció que reduciendo al mínimo la presencia del cine, dejándolo en el fuera de campo, se revelaba con más poder sobre las historias de la calle, como fragmentos de proyectos, películas esbozadas, imaginadas. Viajas, ves; recuerdas vivencias, lecturas, películas e imaginas otras nuevas.
Ciñéndonos a la práctica del rodaje, generalmente has limitado la movilidad de la cámara incluso en tus films más propiamente documentales, optando por el encuadre fijo salvo en momentos muy específicos —como forma de imponer, quizá, una mayor distancia sobre la realidad que registras.
En Guest, la técnica de la cámara en mano es una consecuencia de las condiciones de filmación (te encuentras solo, sin equipo de rodaje y sin plan previo), cuyo único precedente es el film familiar en Tren de sombras. ¿Cómo afecta esta mayor exposición (en el sentido en que se exponía el señor Fleury, manejando él mismo la cámara en el film citado) a tus decisiones prácticas de registro o puesta en escena?
El encuadre fijo es el principio de todo, y casi nunca veo un buen motivo para componer movimientos sin que dispersen o banalicen. Me parece que ahí está contenido lo más específico del cine: el movimiento dentro del encuadre —la fotografía animada—, la solidez del marco como referencia estable desde donde leer el fluir interno del movimiento. El encuadre fijo otorga una cualidad superior a las entradas y salidas de cuadro; a veces casi las ritualiza, genera una percepción más sólida del espacio, de la arquitectura —¿qué es el encuadre sino una ventana?—, potencia el espacio fuera de campo, la lectura de la propia imagen, da visibilidad al punto de vista y a su vez es más sintético y económico. En definitiva, frente al plano fijo se revela la conciencia del plano; del plano como un trozo de tiempo y de espacio, el gran misterio del cine. En Guest he partido de una escritura de cine directo; una escritura del instante donde un reencuadre, un barrido, un temblor, una corrección, quedan inscritos como decisiones instantáneas, interactuando con lo que tienes en frente. Efectivamente, el realizador se arriesga, se expone en mayor medida sin el cálculo de la puesta en escena. Pero, a diferencia de Tren de sombras, donde la filmación doméstica interpretaba la gestualidad de otro filmador, aquí no hay más que una reacción propia e inmediata.
Y, no obstante, creo que el principio generador de todo, si no es exactamente el plano fijo, sí es la aspiración o búsqueda de él. Sin trípode intento mantener el encuadre que creo justo, teniendo en cuenta que además soy partícipe activo de la secuencia y también sonidista, por lo que la imagen que ves es la negociación entre el ver y el escuchar (con un micrófono doméstico incorporado a la cámara), lo que me lleva a acercarme a los rostros y a utilizar grandes angulares que de otro modo no emplearía. Es decir, me atengo al dispositivo de captura que, configurando la elección de unas herramientas y de una escritura, te permita registrar determinados gestos y palabras.
También aparece en Guest por vez primera tu voz, cuando dialogas con las personas que te encuentras, lo que de alguna manera te confiere cierta entidad de personaje según avanza el film.
¿De qué modo te enfrentas con esta circunstancia?, ¿de qué modo la has aprovechado como cineasta?
Mi voz ahí ha sido un inevitable efecto colateral. Era muy reticente, pero era ineludible; buena parte de las situaciones se configuran por mediación o interacción mía y no era justo ocultarlo. No creo que mi voz por sí misma me configure como personaje; en todo caso, la suma de elecciones como enunciador que además interactúa con los personajes y con la técnica sin duda me hace más visible. Una presencia que el título reconoce como protagonista y que sin embargo, a mi parecer, esquiva el estatuto de personaje. Para las decisiones que me concernían a ese respecto, confié mas en el trabajo como montador de José Tito, que desde luego aportaba una distancia que yo no tenía.
En la correspondencia de film letters que estoy llevando a cabo con Jonas Mekas doy un paso más en el relato en primera persona y la presencia de la voz; un paso aislado que nunca hubiera dado de no haber hecho Guest. Cada película te deja en un estadio completamente nuevo, inédito.
Aunque sea equívoco emplear la noción de personaje para definir tu posición en Guest, en el film te sitúas como testigo de una acción en la que también participas con tu presencia. Es justo hablar de un relato en primera persona, aunque sabemos que la primera persona es una atribución problemática en cine. Por ejemplo, ¿se pueden considerar conjugadas en primera persona las películas de los hermanos Lumière, News From Home (Chantal Akerman, 1977), o Five (Abbas Kiarostami, 2003)? Me temo que podrán aducirse la misma cantidad de sólidas razones a favor y en contra.
Recuerdo a otro cineasta viajero, Raymond Depardon, que en Empty Quarter / Une femme en Afrique (1985) filmaba su encuentro con una mujer en un hotel de Djibuti. El relato tiene un cierto grado de invención puesto que la mujer no es realmente una desconocida sino su montadora en un film anterior, aunque podemos percibir que la expresión de deseo hacia ella es verídica. En esa película, el director es un personaje tras la cámara al que nunca vemos. Solo oímos su voz, pero no es una voz que dialogue con las otras personas durante la filmación, sino que comenta retrospectivamente las imágenes, y a veces incluso pisa lo que le dicen en ese momento.
Por ese simple hecho, porque el director no reacciona de inmediato a lo que ocurre en las imágenes, me parece que Depardon se compromete menos como personaje —como primera persona— que como metteur en scène.
¿Estás de acuerdo en que cuando un realizador habla de sí mismo, aunque desaparezca tras la cámara, se compromete doblemente y puede inclinarse a un lado o a otro?, ¿o piensas que no es posible separar la experiencia como cineasta de la personal?
Como bien demuestra el caso que señalas de Empty Quarter, el uso de la primera persona puede ser simplemente otra forma de fabulación. Yo también la empleé en Unas fotos en la ciudad de Sylvia (2007) como recurso para hacer mas próximo y vivencial un relato que muy poco tiene de autobiográfico. Sería el procedimiento opuesto al que emplea Víctor Erice en La morte rouge (2006), donde utiliza la tercera persona para hablar de una experiencia propia. No entiendo bien el hecho de que unos recursos comprometan al cineasta más que otros; ser más o menos discreto, más o menos visible, no equivale necesariamente a un mayor o menor compromiso. Tampoco el hecho de ser artífice o testigo de la situación. En la secuencia de São Paulo, por ejemplo, soy esencialmente testigo de unas acciones que transcurren con independencia de mi presencia ahí, y no por ello me siento menos implicado al utilizarlas que en Bogotá o en Macao. Es acaso una cuestión compositiva derivada de una necesidad moral; cómo y cuánto reaparece esa presencia enunciativa al situarse, posicionarse, el filmador del que se derivan las imágenes y personajes.
Aunque como espectador sigo con interés la evolución de formatos introspectivos, como cineasta no siento ningún deseo de llevarlos a la práctica. Así que la escritura en forma de diario la contemplo sólo revertida hacia el exterior. Me gusta cuando puedes seguir el pensamiento del cineasta a partir de lo que filma, de cómo lo hace. Ahí está expresado el compromiso del individuo y, qué duda cabe, también ahí queda registrada tu forma de relación con la gente; y desde luego eso te compromete al mismo tiempo como persona y como cineasta. Es algo extraño porque está generándose una relación privada, y al mismo tiempo no lo es; el modo como gestionas esa vivencia te compromete. Pienso en ello ahora que me ha sido encomendado un proyecto (la correspondencia filmada con Jonas Mekas) del que participo explícitamente como primera persona.
A veces, hacer cine y conversar son equivalentes; estás modulando un itinerario secuencial en directo, generando un ritmo, dejando gravitar una pausa o el valor de un gesto, creando un personaje, buscando relaciones de causa-efecto o de contraste, invocando una palabra o motivo que relaciona esta secuencia con otra ya rodada o por rodar… Tiene poco que ver con la entrevista como género periodístico.
Hablas de la necesidad de evitar la entrevista como género periodístico. Precisamente, en los últimos tiempos abunda en televisión un tipo de programa que rechaza el clásico modelo de entrevista y propone un encuentro más áspero con lo real. Me refiero a programas como Callejeros, Comando actualidad o Españoles en el mundo, donde el periodista busca sorprender (o hacer como que sorprende) a una situación y a sus protagonistas en el mismo lugar y momento donde se produce, lo que implica un dispositivo de registro que puede tener, al menos en un principio, semejanzas con el que empleas en Guest.
¿Qué opinión te merecen estos intentos de adoptar las técnicas del cine directo al gusto del espectador televisivo para tratar una realidad a veces marginal o desfavorecida?
No pienso que deba evitarse la entrevista periodística per se, simplemente yo procedo de otra forma, quizá porque no soy periodista. En cualquier caso, no creo que sea relevante en esa distinción si el personaje es sorprendido o no en una situación; lo relevante se da en la dinámica de la propia situación que puede crear la conversación por sí misma. Cineastas como Louis Malle en Place de la République (1974) o Pasolini en Comizi d’amore (1965) han hecho de la conversación la mejor materia prima para el cine. En esas películas puedes ver cómo instintivamente crean cine, construyen una película conversando. El legado del cine, sus técnicas, sus recursos narrativos y compositivos, gravitan sobre esos instantes de conversación sin necesidad de más añadidos. Con las mismas herramientas que el reportero de televisión consiguen algo completamente distinto.
No conozco los programas de televisión que mencionas, así que no sé decirte en qué podemos coincidir o disentir. En cualquier caso, hablas de sorprender y eso me resulta extraño; cuando filmo, el principal sorprendido debo ser yo. Las buenas secuencias evolucionan para mi como una paulatina revelación que debo trasladar al espectador. Por otro lado, mi compromiso parte de una escritura —por tosca que sea, pero escritura— en donde la decisión de un encuadre, de una distancia, de mostrar un espacio, crear una pausa, decidir los cortes de plano, etc., obedece a algo. Eso es raro en televisión y, a mi entender, es la médula que da sentido a lo que hago.
Los operadores que viajaban por el mundo para proveer de imágenes el negocio de los hermanos Lumière son mencionados en un momento de Guest, en el que además confrontas tu cámara con un dibujante en plena tarea —apuntando al muy rico diálogo que estableces durante todo el film entre cine y pintura, o entre figuración y abstracción.
Es sabido que los operadores Lumière, en gran parte limitados por la capacidad máxima de cincuenta segundos que admitían sus cámaras, fueron fijando ciertas pautas a la hora de buscar motivos y una forma de tratarlos en sus vistas. Por ejemplo, aprovechaban la movilidad de los elementos que podían integrarse en la filmación (delante de la cámara o en el lugar de la cámara, cuando se rodaba desde trenes o barcos) o se servían del título para situar en contexto y narrativizar acciones sencillas que no podían extenderse el tiempo suficiente en pantalla.
Aunque contabas con unas ventajas obvias sobre las condiciones tecnológicas de los operadores Lumière que no te imponían esa economía mostrativa, ¿fuiste adquiriendo y aplicando ciertas reglas en tu rutina, a medida que viajabas, sobre la realidad encontrada?
Vas descubriendo tus reglas a medida que trabajas. En una película registrada con estas herramientas domésticas es fácil que todo se banalice. Una imagen rodada en 35 mm contiene ya en sí misma una cualidad reseñable generada por su propio coste material. De ahí se deriva una exigencia de mayor esencialidad; el deseo de que cada imagen, cada sonido, sea necesario. Cualquier elemento accesorio u ornamental se banaliza fatalmente en vídeo. Las reglas se derivarían entonces de esa necesidad que pasa por sintetizar varias funciones en una sola imagen; una imagen contiene distintas funciones a distintos niveles y hay que intentar agotar su potencial antes de recurrir a otras, tanto en la secuencia que estás desarrollando en presente como en relación a las otras partes que tienes rodadas o que vas intuyendo. Quizá sea ese poso de significación y síntesis que debe tener una imagen en cine lo que más rotundamente la diferencie de la imagen leve y de un solo uso de la televisión.
Esta conversación se mantuvo por correo electrónico del 11 al 25 septiembre de 2010 en Toronto, San Sebastián y Barcelona.
Publicado en Revista Lumière nº 4, 2011.