por Jaime Natche
Ya que de hablar de películas se trata, nada mejor que empezar cediendo la palabra a un cineasta para transmitir el sentido de su oficio. Dice Pedro Costa (Lisboa, 1959) que, en el cine, la ficción consiste en verse a uno mismo en la pantalla: «No ves nada más, no ves la película en la pantalla, no ves un trabajo, no ves a gente haciendo cosas. Te ves a ti mismo, y todo Hollywood está basado en esto». Completando esa idea, afirma después que Mizoguchi, Ozu, Griffith y Chaplin son los más grandes realizadores de documentales porque «son los directores que ocultan cosas, que cierran puertas, y tú puedes abrirlas, a veces»[1]. Es decir, si para convencer al espectador de la verosimilitud de una invención es necesario invitarle a entrar sin obstáculos en la pelicula —permitiéndole así reflejarse en ella—, el señalarle la vida que discurre ahí afuera requiere, en cambio, producirle una cierta incomodidad, escamotear lo que se supone que debe estar a la vista —que es justo lo contrario de lo que persigue un buen reportaje televisivo, por ejemplo—. Esta dificultad en acceder a lo que se mueve en el universo privado de la obra —y, por tanto, la condición de mantenerse un tanto ajeno a ella— será paradójicamente lo que genere una mayor empatía del espectador hacia aquello que describe la cámara. La razón está en que cualquier interpretación que no traicione la realidad tendría que ser, a la vez, una prueba de la dificultad para interpretar esa realidad —igual que todo buen film debería ser siempre, en el fondo, su propio making off, dando cuenta suficiente de la complejidad del proceso—.
Si los espacios amplios y abiertos de la casa del rico se ofrecen a la vista con ostentación y lujo —sin pudor alguno—, la casa del pobre es un mundo de rincones y de pequeñas estancias en penumbra, de ventanas escasas y puertas entornadas; un mundo, por tanto, que no se deja retratar con facilidad. El cineasta que quiera inmiscuirse fielmente en esa realidad comprobará que no puede pasar si no deja en la entrada la aparatosa maquinaria del cine y buena parte de las comodidades que se han solidificado, con el tiempo, en convenciones de su lenguaje. La obra de Pedro Costa es una propuesta coherente con aquello que filma porque, en lugar de imponerse convicciones aprendidas de antemano, asume esa falla entre su mirada y el mundo visible como algo consustancial al propio relato, lo que le permite acercarse de manera rigurosa a la autencidad de la vida. Las abruptas elipsis de Ossos (1997), por ejemplo, tienen menos que ver con una retórica expresiva descubierta en la escritura de Bresson —aunque también revelen una deuda con el francés— que con una solución segregada de las propias condiciones de pobreza que tiene delante el realizador. En las películas de Costa, el despojamiento dramático y el hieratismo de la cámara son una contestación respetuosa al mundo de indigencia material en el que se introduce la cámara, ya sea la habitación de Vanda Duarte en No quarto da Vanda (2000) o la sala de montaje de los dos cineastas más pobres del primer mundo, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, en Où gît votre sourire enfoui? (2001). Su resistencia a descomponer la escena en diferentes valores de plano para facilitar su lectura narrativa o su obstinación en presentar los mismos lugares sin variar la posición de la cámara, junto con el progresivo abandono del guión y la iluminación artificial, manifiestan una voluntad por acercarnos a lo esencial de la existencia humana a lo largo de una obra en la que cada film es consecuencia directa del anterior.
Si en la ópera prima O sangue (1989), un Pedro Costa recién salido de la escuela de cine carga con el pesado lastre de la cinefilia, en Casa de lava (1995), aun inspirado por el cine de Jacques Tourneur y la literatura de Joseph Conrad, antepone el protagonismo de la localidad caboverdiana donde se desarrolla la historia a la mitología de aventuras. A su regreso a Portugal, los envíos que le encomiendan los habitantes de Cabo Verde para sus familiares emigrantes le permiten conocer el barrio lisboeta de Fontainhas, donde filmará Ossos. Una de las vecinas de este barrio, y actriz en la película, Vanda Duarte, empujará a Costa a prescindir de guión y de la infraestructura del cine, y a acompañarla con una cámara DV para captar mejor la intimidad de su día a día: será el paso a No quarto da Vanda. Con la condición de poder prolongar el sistema de trabajo iniciado en esta película, acepta el encargo de André S. Labarthe para el capítulo de la serie Cinéma, de notre temps sobre Jean-Marie Straub y Danièle Huillet Où gît votre sourire enfoui?. Finalmente, en su último largometraje hasta la fecha, Juventude em marcha (2006), revisita a los actores de No quarto da Vanda, que ahora han cambiado su deshecha vivienda por un piso de protección social y deambulan por un paisaje irreconocible.
Una tras otra, tomándose el tiempo necesario para ello y aprovechando la autonomía que le concede la ligereza del vídeo digital, Pedro Costa trama sus películas con la paciencia del artesano humilde que sólo se debe a su trabajo; pero también con la callada furia —aprendida de su maestro Antonio Reis— de quien concibe cada obra como si fuera un acto de venganza.
[1] “A Closed Door That Leaves Us Guessing”. Transcripción de la clase magistral de Pedro Costa en la escuela de cine de Tokyo en marzo de 2004. Publicada en inglés en “Rouge” nº 10: www.rouge.com.au
Publicado en Miradas de Cine nº63, junio 2007, dentro del estudio Europa XXI.