El cine inabarcable de Raúl Ruiz

por Jaime Natche

Son tan escasas las oportunidades que tiene el espectador español de disfrutar de las películas del cineasta chileno Raúl Ruiz, que la llegada de cualquiera de ellas a nuestras pantallas es un verdadero acontecimiento. Tal cosa ocurrirá durante el mes de enero con el estreno de su última realización: Klimt, un personal acercamiento a la biografía de Gustav Klimt, con John Malkovich en el papel del pintor austriaco. Aunque en Francia –donde se radicó como exiliado político– goza de un enorme prestigio de público y crítica, Raúl Ruiz (o Raoul Ruiz, como es más conocido en todo el mundo) nunca ha tenido en nuestro país la notoriedad que merece, y su obra ha sido deficientemente comercializada. De modo que, de sus últimas realizaciones, tan sólo hemos visto estrenadas La comedia de la inocencia (Comédie de l’innocence, 2000) y Genealogías de un crimen (Généalogies d’un crime, 1997). Esta circunstancia apenas llamaría la atención si no supiéramos que Ruiz es uno de los directores más prolíficos del planeta, y que a una filmografía de la que él mismo ha perdido la cuenta y que supera el centenar de títulos, es capaz de sumar una o dos nuevas películas por año. Por ello nunca está de más aprovechar cualquier ocasión para recordar su trayectoria y reivindicar su nada convencional forma de entender el séptimo arte.

Raúl Ruiz nace en Puerto Montt, Chile, en 1941, y realiza estudios en la escuela de cine de Santa Fe, en Argentina, antes de empezar a escribir y dirigir obras teatrales y películas. Con su primer largometraje, Tres tristes tigres (1968), consigue un inesperado éxito de público y el reconocimiento de la crítica especializada. Durante estos años decisivos en la historia de su país, Ruiz no disimula su posición ideológica: milita en partidos de izquierda y, a través de su labor como cineasta, participa activamente en el proceso de renovación social que vive Chile con el gobierno de Salvador Allende, por lo que se obligado a huir ante la irrupción del régimen militar. Su estancia en Europa es coherentemente inaugurada con la cinta Diálogos de exiliados (1974), inspirándose al mismo tiempo en su propia condición de desterrado y en el homónimo texto de Bertolt Brecht. A partir de entonces, Ruiz encadena producciones de diversa naturaleza, asumiendo, con el mismo entusiasmo creativo, realizaciones para televisión y proyectos más personales. En todos ellos hace gala de un talento adaptable a cualquier terreno y que le permite apropiarse del encargo más anodino y transmutarlo en una obra fascinante. Así ocurre, por ejemplo, cuando un canal de televisión francés le pide un documental informativo sobre una exposición de cartografía en Beauborg, y Ruiz presenta una ficción que titula El juego de la oca (Le jeu de l’oie, 1980) en la que, en un tablero de proporciones planetarias, los jugadores resultan ser ellos mismos las fichas. Incluso será capaz, con la excusa de una serie sobre botánica, de crear una historia romántica sin actores, simplemente mediante la comparación de dos jardines: uno francés y abierto, otro inglés y laberíntico; uno donde se citan los amantes y otro donde deambula el desengañado esposo.

Ruiz pertenece a esa raza de narradores que —por convencimiento o por necesidad— parten de la austeridad de medios más absoluta para sublimarla mediante un enorme poder de fabulación. Así ocurría también con el Borges de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde una presumible errata de impresión en una enciclopedia desvelaba la existencia de un universo paralelo, o con Orson Welles, que utilizaba su magia de cineasta para crear mundos maravillosos donde la mayor parte de los cineastas sólo encontrarían materiales de derribo, como esa inverosímil imagen de un avión que sobrevuela Barcelona sin tripulación alguna, a partir de la cual surge la rocambolesca historia de Mr. Arkadin (1954). Para el realizador chileno no importa el material de partida y emplea su erudición e imaginación sin límites para subvertir los géneros o disolver las fronteras entre ellos, mezclando ficción y documental, realizando, en última instancia, una profunda reflexión sobre las apariencias. Posiblemente, eso hace que films internacionalmente reconocidos como La hipótesis del cuadro robado (L’hypothèse du tableau volé, 1978), Las tres coronas del marinero (Les trois couronnes du matelot, 1983) o su adaptación a la pantalla de la “inadaptable” obra de Proust El tiempo recuperado (Le temps retrouvé, 1999), encuentren dificultad para conectar con el gran público, ya que demandan una audiencia atenta y que no sólo busca entretenimiento en el cine.

De uno modo u otro, Ruiz ha tratado siempre, con sus películas, de crear un tipo de público más exigente. Y, para ello, el director chileno ha combatido frontalmente el cine de consumo comercial, o lo que él denomina el “paradigma narrativo-industrial”. Este paradigma no es otra cosa que la fórmula explotada por el cine de Hollywood, en la que, básicamente, el espectador asiste a una competición “deportiva” entre dos o más personajes que se ha de resolver con el triunfo de uno de ellos. Es este conflicto central el que, en cualquier caso, justifica el desarrollo de la película y el que dirige la atención del público hasta llegar al final del relato. Como alternativa a este modelo, Ruiz defiende un cine que no se basa en la eficacia narrativa, sino en la paradoja, en su capacidad para sugerir diferentes significados e interpretaciones. Al contrario de lo que ocurre en el cine comercial, sus películas no parten de una sucesión de hechos más o menos previsibles. En su trabajo como cineasta, por ejemplo, Ruiz no escribe el guión hasta haber terminado el rodaje y lo que filma se inspira en imágenes que le obsesionan, en ideas generales que luego trata de interrelacionar sin apoyarse en un patrón dado, según una lógica más cercana a la poesía que a la novela. El cine que Raúl Ruiz propone es, en definitiva, un cine de la resistencia y, por ello, un cine necesario.

Publicado en Revista Malinche nº 2 (marzo de 2007), publicación de la Casa de las Américas de la Comunidad Valenciana.

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