por Ahmad Natche
¿Cómo responder, siendo cineasta, a la llamada de Palestina? ¿Cómo guiar los pasos sobre esa tierra que no puede sostener la idea; al evocar esa idea que no logra germinar en la tierra? La nacionalidad de una película, que como la de toda obra de arte está unida a la arbitrariedad —pues el imperativo creativo surge por encima de cualquier constricción geográfica o división territorial—, en el caso de Palestina supone una adhesión incondicional a la práctica de la resistencia, un compromiso inevitable con la lucha de un pueblo frente a la desposesión de su espacio vital y su cultura. No pretendo, en este escrito, contar una historia del cine realizado en —y para— Palestina (ya lo han hecho voces más autorizadas que la mía en otras páginas). Mi intención es, en cambio, relatar la experiencia personal de rodar un film en Palestina y dejar constancia de los referentes que yo (palestino nacido y formado lejos de Palestina) he tenido en cuenta a la hora de realizar ese trabajo, que no solo se enraíza en un lugar concreto —centrado en el universo informativo por la atención constante de cámaras y periodistas— sino también en una forma de entender la manifestación artística como subversión del orden establecido. Confío en que mi modesto testimonio sirva como recorrido por la topografía audiovisual de un terreno a la vez cercano y lejano.
Los primeros cineastas palestinos —los pioneros— fueron los primeros cineastas conscientes de que con su cámara libraban una batalla por la supervivencia, atestiguando una identidad negada por la instauración —en 1948— del Estado israelí en lo que debía ser «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra». En una región donde la única industria cinematográfica propiamente dicha era la poderosa factoría egipcia, las contribuciones fílmicas fueron prácticamente irrelevantes desde las primeras expediciones de los operadores de los hermanos Lumière a Tierra Santa —en busca de reminiscencias bíblicas— hasta finales de los años sesenta. Tras la guerra de los Seis Días, en 1967, saldada con la derrota árabe y la ocupación hebrea de la totalidad de Palestina, la organización de la resistencia empieza a ser una realidad. Desde el exterior de las fronteras que el ocupante israelí ha impuesto en la Palestina histórica, los expulsados y refugiados en Jordania y Líbano comienzan a plantear estrategias para dotar de visibilidad su injusta situación y la lucha por su dignidad. Una de las prioridades será potenciar la cultura cinematográfica a través del programa político de las diferentes organizaciones palestinas, sobre todo “Al Fatah”, el Frente Popular para la Liberación de Palestina y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina. Se realizan documentos gráficos y fílmicos que documentan la vida en los campos de refugiados y la disciplina de las bases de entrenamiento, lugares de tránsito desde donde los palestinos despojados de sus raíces aguardan el regreso a la tierra usurpada.
Los cineastas más activos de este periodo son Hani Jawharyeh (fotógrafo), Sulafa Jadallah (fotógrafa, formada en el Instituto Superior de Cine de El Cairo) y Mustafa Abu Ali (realizador, formado en la “London School of Film Technique”). Al igual que sucedió en otros países del Tercer Mundo, a la misión de estos cineastas locales se unió la de otros directores con una trayectoria reconocida en Occidente. Para sumar su voz a la de los palestinos acudieron, por ejemplo, el holandés Johan van der Keuken y el franco-suizo Jean-Luc Godard. Tomando prestado el nombre del padre del “cine-ojo” soviético, Godard había formado —con Jean-Pierre Gorin y Armand Marco— el grupo Dziga Vertov, y encuentra en la lucha palestina la expresión pertinente del combate contra el imperialismo occidental, encarnado en esta ocasión por Israel. Durante 1970, el grupo acude invitado por “Al Fatah” a los campos de refugiados de Jordania para conocer de primera mano las humillantes condiciones de vida de los palestinos exiliados en las oleadas de 1948 y 1967, pero también su voluntad de no rendirse, como comprueba en las rutinas de las bases de entrenamiento situadas al este del río Jordán. Durante el tiempo que dura la filmación —con un intermedio en el que Godard y Gorin recorren Estados Unidos para impartir conferencias en universidades y recaudar apoyos para la película—, será uno de los pioneros palestinos, Mustafa Abu Ali —que hablaba un óptimo inglés por haberse educado en Londres y, desde luego, conocía bien las nuevas corrientes del cine europeo—, quien servirá de principal guía e intérprete a los recién llegados. El metraje filmado para esa película, que inicialmente se titulaba Jusqu’à la victoire (“Hasta la victoria”), no se completará hasta cuatro años más tarde con el título de Ici et ailleurs (“Aquí y en otro lugar”).
En mi primera estancia después de casi una década sin volver a Palestina, me cité con Mustafa Abu Ali en un céntrico café de Ramala. Yo estaba inmerso en plena de etapa de búsqueda de ideas para desarrollar el guión de mi primer largometraje como director. Uno de los campos en los que anclé mi investigación fue el archivo fotográfico conservado del inicio de la resistencia palestina, que actualmente está depositado en el departamento de prensa gráfica de la OLP en Ramala. Muchas de las fotografías que testimonian visualmente aquella época son obra del ya mencionado Hani Jawharyeh, que había colaborado en varias ocasiones con Abu Ali y murió cuando se encontraba filmando un combate en Líbano, a consecuencia de un proyectil israelí, en 1976. A Abu Ali quería preguntarle sobre Jawharyeh, pero también sobre sus más de treinta películas. Hoy es posible ver alguno de estos films, como Laysa lahum wujud (“No existen”, 1974), cuyo título es la frase que la primer ministro israelí Golda Meir dedicó a los palestinos en una de sus intervenciones; pero la mayoría de ellos desapareció, junto a gran parte del archivo fílmico palestino, tras la invasión israelí en Beirut de 1982 (la incógnita sobre su paradero dio pie al interesante documental Kings and Extras (2004), de la jordano-palestina Azza El Hassan).
Mustafa Abu Ali —al que tristemente no volvería a ver el año siguiente (falleció el verano de 2009)— fue una de las personas que me encontré durante mi búsqueda en Palestina y que fueron modelando el carácter de algo que sentía un gran deseo de materializar pero que aún no sabía bien qué forma tendría. Por un parte, estaba atraído por el pasado: la colección de imágenes de los primeros resistentes que había llegado a nosotros representaba la memoria fijada en el tiempo, el sedimento de la revolución palestina que sirvió para que un pueblo invisibilizado volviera a figurar en el mapa. Pero, aun admitiendo la deuda con el pretérito, hacía falta poner las imágenes en relación con la actualidad, hablando desde el presente. ¿Cómo hacer hoy un cine políticamente válido, ideológicamente comprometido con una causa pero artísticamente ambicioso? Mi labor como cineasta consistía en ser receptivo a una realidad que indefectiblemente veía con ojos de extranjero (dado que he pasado la mayor parte de mi vida en España), y en ser capaz de darle un orden acorde con mi visión del mundo y mi formación. De ese encuentro entre lo que no dejaba de discurrir afuera y adentro de uno mismo debía concretarse un testimonio vivo del día a día en Palestina en imágenes y sonidos que, además, no se sumara sin consecuencias al exceso de imágenes que genera Oriente Próximo. Tal vez —¿por qué no?— todo lo contrario: que se “restara”. A veces basta con ver un poco menos para poder ver más y mejor.
En el texto donde Jean-Luc Godard describía su propósito al filmar en Palestina —conocido como “Manifiesto de Al Fatah”[1]—, el realizador de Histoire(s) du cinéma (1988-98) hablaba de la necesidad de dotar a las imágenes de un sentido político mediante su liberación de las cadenas a las que las había sometido la “ideología imperialista”: «¡Abajo el espectáculo, viva la relación política!». Esto se conseguía preguntándose el porqué de cada imagen y buscando un nuevo vínculo entre una imagen y las otras —una cuestión de montaje, por lo tanto—, pero sobre todo hallando una nueva relación con el sujeto que va al encuentro de esa película. Es preciso que el espectador se sienta interpelado por el film, que acepte que lo que aparece en la pantalla le atañe como algo personal. No pensar, pues, en el público como un consumidor ávido de entretenimiento, sino como alguien capaz de experimentar su propia vida de un modo más denso a través de un relato compartido. «La visión de la película será un momento de su existencia real, de su realidad», decía Godard en ese texto. Eso implica desaprender las convenciones del cine dramático para iniciar una búsqueda particular en cada proyecto, confiar en el espectador como un agente participativo que movilice su actitud crítica y poder de creación. La resistencia —en el arte— comporta no dejarse llevar por las convenciones para acomodarse a lo que se supone que “debe hacerse”, pero también “resistirse” a convertirse en un objeto de consumo rápido para el espectador; no entregar premasticado lo que debe nacer fruto de una colaboración mutua entre autor y público.
Pretendía dar a mis ideas sobre Palestina una forma donde primara lo contemplativo sobre lo informativo, un procedimiento poco habitual al mostrar la realidad de la región. Debía convertir en mi aliado al tiempo, que es lo que parece faltar cuando se elabora una información para la televisión o el periódico, aunque, paradójicamente, parezca que gran parte de los contenidos audiovisuales de hoy en día no tengan otra finalidad que rellenar un tiempo muerto. Quería oponer a ese modo de contar las cosas —donde todo lo importante pasa deprisa, donde a todo final parece seguir el olvido inmediato— un modo de verlas que permitiera una plena conciencia del momento vivido. Aunque soy principalmente un lector de prosa, mis premisas a la hora de retratar la realidad eran las de la poesía.
Y es con poesía como concluyo este breve relato, que, en realidad, es el punto donde comienza la historia de mi película. Coincidiendo con mi viaje a Palestina (era el verano de 2008), Mahmud Darwich, el poeta del desarraigo palestino, moría en una clínica de Houston. La tristeza se abatió sobre Ramala, donde, pocos días después, era inhumado su cuerpo. La tumba se emplazó a las afueras de la ciudad, sobre una colina donde desde hace unos pocos años se alza un gran teatro —fruto de una donación del gobierno japonés— que sirve de escenario a las principales actividades culturales de la capital administrativa palestina. Pocos días antes, yo había estado visitando el teatro para valorar establecer allí la acción de mi película, que finalmente se filmaría un año más tarde y para cuyo título tomé prestado uno de los últimos versos del libro “Mural”, Metran men hada al-turab (“Dos metros de esta tierra”), donde Darwich sugiere el espacio de territorio que necesitará el día que muera. En esta decisión había —cómo no— un tributo al poeta y a su trayectoria ejemplar en busca de un lenguaje lírico propio, pero también una voluntad de poner de relieve el significado que puede tener el espacio físico para las personas. Un espacio que podría estar en cualquier parte del mundo, pero que en lugares como Palestina no admite el descanso hasta que se deja de existir. Un espacio de resistencia.
[1] Publicado en “Jean-Luc Godard-Documents” (Éditions du Centre Pompidou, París, 2006) y traducido al español por Natalia Ruiz para el cuadernillo del cofre DVD “Jean-Luc Godard y el Grupo Dziga Vertov” (Ediciones Intermedio, Barcelona, 2008).
Publicado en Wachma – Revue cinématographique nº 8, Tetuán, invierno de 2013. Páginas 111-114.