Birth of a Nation (Jonas Mekas, 1997)
por Jaime Natche
Desde 1950 no he dejado de tener mi diario filmado. Caminaba con mi Bólex registrando la realidad inmediata, situaciones, amigos, Nueva York, estaciones. Ciertos días rodaba diez planos; otros días, diez segundos; otros, diez minutos, o bien no rodaba nada.
Jonas Mekas
Birth of a Nation. O «nacimiento de una nación». Inevitable, desde el principio, la tentación de afiliar la película de Mekas a esa otra gran obra con la que, al menos a través del título, parece querer emparentarse ochenta y dos años después: la película germen del «lenguaje cinematográfico institucional» —según la terminología de Noël Burch— que, a su vez, celebra el episodio histórico fundador de la realidad de los EE UU tal como la conocemos hoy en día: The Birth of a Nation (1915), de David W. Griffith. Sin embargo, a nadie pasa desapercibido que el título no es exactamente el mismo. Que en el film de Griffith, el «the» sirve para apuntalar un acontecimiento de contornos nítidos y consecuencias reconocibles, con un lugar preferente en la diacronía de la historia. Y en cambio, en el título de Mekas, la ausencia de artículo definido sugiere otro tipo de advenimiento. Uno quizá no de las dimensiones políticas del que relató Griffith, pero igualmente central para una determinada visión del mundo y del arte. Porque el film de Mekas trata de una irrupción secreta, fraguada de manera casi inadvertida por una conjunción de imágenes desnudas que son proyectadas en la oscuridad de un pequeño local de Nueva York. Imágenes cuyo centelleo reverbera también en otras imágenes que iluminan, durante esos mismos años, otras pantallas similares de París, Londres o La Habana y que, en definitiva, darán cuenta de un cambio sustancial en la manera de pensar y hacer cine: la del New American Cinema o cine underground.
El film de Jonas Mekas, Birth of a Nation, es un testimonio directo —a modo de diario filmado— del periodo en el que el cine estadounidense experimenta su pequeña revolución de la mano de un heterogéneo grupo de cineastas; revolución para unos inaugurada por Shadows (1959), de John Cassavetes, y para otros por Guns of the Trees (1962), del propio Mekas.
Kenneth Anger, Robert Breer, Shirley Clarke, Bruce Conner, Allen Ginsberg, Ken Jacobs, Peter Kubelka, Gregory Markopoulos, Barbara Rubin, Harry Smith, Michael Snow, Amy Taubin y Andy Warhol, entre otros, recorren la película del cineasta lituano, quien les retrata con su cámara mientras comparte con ellos algún momento de sus vidas de creadores. Aparecen en familia, en una comida, en un paseo en el parque, en las discusiones durante un festival… Aunque lo que realmente une a todos es su vinculación al cine, los protagonistas de Birth of a Nation apenas se muestran relacionándose con su trabajo, con cámaras o con su equipo de rodaje. El cine está siempre en otra parte. Y es la suma de sus momentos de intimidad, de distensión familiar o comunión amistosa lo que constituye el único desarrollo argumental del film. De este modo, el retrato ocupa el espacio —y el tiempo— del relato.
Si una de las lecciones de Griffith —y una de las constantes en la tradición narrativa que inaugura— es hacer progresar la narración mediante la fragmentación del espacio y generalizar el uso del primer plano como detonante dramático, en el cine de Mekas la acción de filmar un plano tiene un valor principalmente afectivo, sin contrapartida argumental. Su cámara se acerca a los lugares o las personas que ama —o a las desconocidas que repentinamente captan su atención— con tal de aprehender mejor su luz, para que sus partículas se reproduzcan con la mayor fidelidad posible en la pantalla. Las impresiones del celuloide cumplen la función de corresponder sin intermediación a las impresiones de su espíritu, a los movimientos de su naturaleza —que surgen de improviso, sin premeditación, aunque exista un evidente rigor en el ejercicio de filmar— por lo que no es un cine que pueda someterse al dictado de un guión o entenderse dentro de la racionalización de un sistema de producción industrial. Cuando hablaba de una película ajena, Wasn’t That the Time (1961), de Michael y Philip Burton, Mekas elogiaba precisamente la grandeza de lo que escapa al control de los planes de producción de los grandes estudios cinematográficos: «Las lágrimas cayendo por el rostro de Barbara Sherwood son las primeras lágrimas reales que el cine ha visto; lágrimas que hacen que el cine dramático y escenificado parezca insignificante, pretencioso, pequeño»[1].
Lo que ambicionaban Mekas y el conjunto de cineastas del Nuevo Cine Americano —cuyo surgimiento y evolución se relata en las páginas de la revista Film Culture, desde 1955, y en la columna de Mekas en The Village Voice, a partir de 1958— era desembarazar al cine de la aparatosidad y el hastío a los que había sido condenado por la industria. Había que convertirlo en una escritura personal, en una genuina expresión artística y, al mismo tiempo, más cercana a la inmediatez de la vida. Para ello será necesario, por un lado, establecer un sistema de producción autónomo que garantice al cineasta independiente el acceso a los medios de producción y distribución —en 1962, Mekas funda la Film-Makers Cooperative con este propósito—. Pero también será preciso desarrollar un frente común contra los modelos estéticos dominantes —representados por Hollywood—. Según Mekas, eso requiere «una completa alteración de los sentidos cinematográficos oficiales»[2].
Dentro de ese frente común, cada cineasta labra su propia personalidad precipitando una emergencia diversa de estilos. A veces con postulados diametralmente opuestos, como es el caso, por ejemplo, de Andy Warhol y Peter Kubelka: si el primero propone, en una buena parte de su filmografía, la abolición del corte en la toma, el segundo busca convertirlo en el principal elemento constructivo de la obra cinematográfica —hasta el punto de aprovechar las veinticuatro veces por segundo que un fotograma se interrumpe para dar paso a otro—. Pese a su multiplicidad de propuestas, los integrantes del New American Cinema tienen en común el hacer del cine un medio de expresión personal con el que, partiendo de su realidad inmediata, reelaborarla hasta extraer de ella la poesía que normalmente se resiste a hacerse evidente mediante la manipulación de imágenes y sonidos. Coherentemente con este principio, los cineastas a los que más admira Mekas son justamente aquellos que realizan una transformación más personal de la realidad en arte, trabajando en la abstracción de la pura poesía, como Stan Brakhage, Marie Menken y Robert Breer.
Con esa intención expresiva, es quizá Jonas Mekas quien hace una apropiación más continuada del diario filmado como concreción artística de su subjetividad. El filmar un diario —como el escribirlo— exige una facultad inagotable para sorprenderse con la reiteración de lo cotidiano y, al mismo tiempo, una confianza incondicional en la plasticidad de esa frágil materia para convertirla en expresión comunicable. Es un lenguaje que se adecua al carácter de Mekas, para quien la improvisación «es la forma más elevada de condensación, apunta a la esencia misma de un pensamiento, una emoción, un movimiento»[3]. El realizador lituano mira con su cámara y no necesita poner en escena porque cree en la verdad depositada en la superficie de las cosas. «Nada puede ser escondido», dice en una entrevista a Hopi Lebel con motivo de su primera retrospectiva en Europa[4]. También mirando por la cámara es cuando monta su película, cuando elige lo que le llama la atención y decide la dirección que debe tomar el transcurso de su tiempo. Como ha explicado Mekas en alguna ocasión, su procedimiento posterior, en la sala de montaje, sólo consistirá en eliminar las partes que son repetitivas y no añaden nada a las impresiones recogidas; por lo que la película se guarda prácticamente hecha en la cámara, casi como si se guardara así en su propia cabeza. En ese sentido, las asociaciones que tan espontáneamente se tejen en su cine acaban adquiriendo una dimensión proustiana: las imágenes se corporeizan como recuerdos unidos a un estímulo sensorial, que puede venir dado por el clima de la estación del año, por el ruido del metro o por el olor de una comida, y que ilustran la memoria de los hechos llevándola por caminos sorprendentes. A las anotaciones visuales se añaden las anotaciones sonoras, que no graba sincrónicamente junto con la imagen sino que están tomadas en otro momento. A veces en el mismo lugar —ruidos de la calle, diálogos entre amigos—, a veces en otro —un disco, una reflexión a posteriori en voz en off—, pero que, sumados a la imagen, restituyen la sensualidad de un momento y contribuyen a preservarlo en la memoria convirtiendo todas sus asperezas en poesía, que es al fin y al cabo a lo que aspiran los momentos vividos con pasión.
[1] “Notes on the New American Cinema”, en Film Culture (nº 24, 1962). Artículo incluido en Sitney, P. Adams (editor): Film Culture. An Anthology. Ed. Secker & Warburg. Londres, 1971. Pág. 95.
[2] “A Call for a New Generation of Film-makers”, en Film Culture (nº 19, 1959). Artículo incluido en op. cit. Pág. 75.
[3] “Notes on the New American Cinema”, en Film Culture (nº 24, 1962). Artículo incluido en op. cit. Pág. 105.
[4] VV AA: Jonas Mekas. Éditions du Jeu de Paume. París, 1992. Al mismo libro pertenece también la cita que abre este artículo.
Publicado en Revista Lumière nº 3, 2010.