
Por Gaspar Pomares
(Publicado originalmente en la revista La Columnata, 21 de marzo de 2013)
Entre el 4 y el 9 de marzo tuvo lugar en la ciudad de Murcia la cuarta edición del IBAFF (Festival Internacional de Cine de Murcia), un joven certamen que en poco menos de cuatro años se ha sabido posicionar, aunque parezca que todavía no tenga la repercusión mediática que se merece, como una de las citas imprescindibles del calendario cinéfilo español. Siempre se ha solido considerar que un buen termómetro a la hora de valorar el nivel de un determinado festival de cine se encuentra en la calidad y el interés de sus actividades y secciones paralelas. Desde este punto de vista, el IBAFF, sin duda alguna, se nos presenta como un festival muy rico en sus propuestas, tan interesantes como cinéfilas, e incluso alguna de ellas llega a alcanzar la categoría y el calibre de hecho irrepetible. Centrándonos únicamente en esta cuarta edición, sirva como muestra los siguientes ejemplos: la exposición de Bill Viola Three Women, un taller de diez días impartido, nada más y nada menos que por Abbas Kiarostami, o una mesa redonda que reunió a tres de los más interesantes e imprescindibles directores de la actualidad: de nuevo, Abbas Kiarostami, Víctor Erice y Jaime Rosales, moderados, por si no fuera suficiente, por el profesor y crítico de cine Àngel Quintana.
Junto a estas y otras tantas actividades, uno de los actos más relevantes (aunque desgraciadamente no uno de los de mayor repercusión) tuvo lugar dentro de la sección informativa Selección IBAFF, con la ‘premier’ en España del filme palestino dirigido por Ahmad Natche Dos metros de esta tierra (Metran Men Hada Al-Turab), una película estrenada mundialmente el pasado 2012 dentro del marco del FID Marseille, uno de los mejores festivales de documentales del mundo, en donde se alzó con una Mención Especial por parte del jurado. Desde esa fecha, poco a poco, este filme ha ido ganando la repercusión que se merece y que merece el hecho que nos muestra y que nos relata, aunque todavía quede mucho camino por recorrer y otra tanta justicia cinéfila y política por vindicar.
Para acercarnos y entender mejor la propuesta de Ahmad Natche, sin duda un excelente punto de partida es comprender qué se encierra detrás de su atrayente título: Dos metros de esta tierra. Esta frase tan sencilla pero tan potente es a la vez un extracto de un poema de una de las voces y de uno de los poetas más importantes del pueblo y de la nación palestina, Mahmud Darwich: “Dos metros de esta tierra son suficientes, / un metro setenta y cinco para mí / y el resto para el caos brillante de flores multicolores / que despacio habrán de sorberme…”. Esta elección no es arbitraria, ni mucho menos estéticamente vacía; es un compromiso y una posición porque, por encima de todo, Dos metros de esta tierra es una película tan delicadamente cinematográfica como políticamente necesaria. Su director, el hispano-palestino Ahmad Natche, se cuela en los preparativos y prolegómenos de un festival de música en Cisjordania, en la ciudad de Ramallah. Y el uso del verbo ‘colarse’ no es ni arbitrario ni azaroso, porque precisamente nos ayuda a comprender el alcance y la apuesta cinematográfica de este filme. Desde los primeros momentos de la película asistimos al acto de observar la vida cotidiana en Palestina, con una puesta en escena delicadamente depurada que lleva a su director a dejar prácticamente inmóvil su cámara para que, desde la distancia, los protagonistas de ese prolegómeno (artistas, técnicos y periodistas) nos muestren con sencillez el sentir y, por encima de todo, la vida de un pueblo, el palestino. Desde la ignorancia y la contaminación de la mirada occidental, se asocia a Palestina y a su pueblo con una miseria y una violencia latente, que es cierto que existe, y negarla sería un acto mezquino y repugnante, pero igual de innegable y necesario es conocer y reconocer la digna y rica cotidianidad de este pueblo, que a pesar de la represión que viene sufriendo desde hace décadas, no se resigna a perder. Desde este prisma, el filme de Ahmad Natche nos abre las puertas, con una formidable sensación de naturalidad, al sentir de un pueblo que también se manifiesta en su diaria cotidianidad y en su cercana manifestación cultural, haciendo de este acto un altavoz para el pueblo palestino y, de este filme, un compromiso político poseedor de un discurso mucho más contundente y necesario de lo que en apariencia nos pueda resultar.
Una joya sincera, estremecedoramente humana y cinematográficamente genial que esperemos que, poco a poco, vaya ganando mayor presencia y protagonismo, para que pronto sean más y más los lectores que puedan poner imagen a esta columna.